San Fermín ¿Quién fue?

San Fermín es el glorioso copatrón de Navarra y patrón de la diócesis de Pamplona, y en honor suyo es por lo que se monta todo este guirigay.
Cuando Fermínico vino al mundo, aún no había cristianos en Navarra. Y Pompelo -fundada por un tal Pompeyo sobre un asentamiento vascón llamado Iruña, punto de confluencia en el trazado de las calzadas romanas- no era una excepción.
Entre los habitantes de la pequeña unidad urbana, se encontraban los padres de Fermín -Firmo y Eugenia- que eran más majos que las antiguas pesetas y pertenecían a la aristocracia romana que llevaba la administración de la ciudad (con bastante más acierto que muchos de los munícipes que les han sucedido, según dicen los sesudos historiadores). Estos esposos, aunque paganos, eran bastante religiosos y tras ofrecer sus dones a los dioses lo celebraban con un buen chocolate con churros en la antigua Calle Mañuetus. Un buen día que iban al templo de Júpiter, escucharon a un extranjero que estaba predicando la doctrina de un Dios llamado Cristo. Por eso de la curiosidad y tal, y haciendo honor a la hospitalidad de este pueblo, Firmo y Eugenia le invitaron a su hogar a tomar un poco de birica y un vaso de mol. Allí el presbítero Honesto vio por primera vez a Ferminico (al que todos llamaban Fermintxo). Así, en las sobremesas de las cenas en casa de los Firmo (Firmenea la llamaban), entre cántico y trago de mol, las convincentes palabras de aquel apóstol enviado por Saturnino, obispo de Tolosa (la de las Galias, no la de Hispania), fueron calando en toda la familia de Firmo. Y entonces, Honesto le dijo a Saturnino que aquí había gente muy maja y que había que cristianarlos. Saturnino, ni corto ni perezoso, cogió un macho con un carro y se vino a esta tierra, y a lo tonto a lo tonto, evangelizó en Navarra a más de cuarenta mil paganos, siendo él quien bautizó a Fermín y a sus padres, ahí, donde el pocico de San Cernin.
Vuelto Saturnino a Tolosa, Honesto se dedica con afán a formar al joven Fermín, que aunque era un poco andarín, y de vez en cuando se iba de farra con sus amigos por los tabernuces de la ciudad, fue sentando cabeza y a los diez y ocho años se decide a hablar en público de su fe, causando la admiración de todos y la sorpresa de los de su cuadrilla. Entonces les pide a sus padres ir a Tolosa (la de las Galias, no la de Hispania), poniéndose bajo la dirección de Honorato, obispo y sucesor de Saturnino, al que se habían cepillado los bestias de los romanos atándolo a un toro. Honorato le ordena presbítero y en su celebración de «misacantano» comieron abundantes piperropiles. Más adelante le consagra obispo de Pompelon, su ciudad natal.
El celo evangélico de Fermín en su tierra iguala al de Saturnino, y como buen navarro cabezón la transforma de pagana en cristiana. Pero su espíritu apostólico necesita ampliar horizontes, y por esto, después de ordenar los presbíteros suficientes y volver a comer un montón de piperropiles, marcha a las Galias, donde era necesario todo su entusiasmo y Fe para afrontar las penalidades de la persecución que se estaba allí desplegando. Sin importarle el peligro para su vida, erre que erre, no cesa de dar conocimiento de Cristo. Primero Beauvais, luego la Picardía y finalmente los Países Bajos oyen la palabra ardiente y firme de Fermín, hasta que en Amiens le agarran por banda y a traición y le cortan el pescuezo en la cárcel, a consecuencia de su infatigable predicación de la fe cristiana a todos. Esto ocurre el 25 de Septiembre del 303.
Poco más puede determinarse de la vida de San Fermín, pues la leyenda con que los pueblos quieren ensalzar a sus Santos, hace difícil conocer con más precisión la figura histórica del gran obispo misionero. Pero queda patente su vigor apostólico, su elocuencia y su rasmia navarra.
Pues resumiendo, esto es el eje central de Los «Sanfermines»: las fiestas que Pamplona celebra entre el 6 y 14 de julio en honor de este patrón tan bravo y tan majo.
En ella conviven en armonía las ceremonias religiosas con las profanas, los actos oficiales con el bullicio popular, el toro con el mol y el buen yantar, pero ante todo, son unas fiestas populares, en las que no vale ser mero espectador y en las que el de fuera enseguida se siente como si estuviese en su casa.
A pesar de su evolución a través de los siglos, los Sanfermines siguen manteniendo como protagonista la calle, que es donde verdaderamente está la fiesta. También los toros son elemento imprescindible, presente, por la mañana en el encierro, en la plaza por la tarde y en el encierrillo por la noche.
En cualquier caso, para disfrutar de los Sanfermines no hace falta seguir un programa germánico, ni acudir a todo lo más señalado. Basta con meterse en el ajo y dejarse llevar por la alegría, siempre con respeto hacia los demás porque, en definitiva, los Sanfermines se hacen entre todos. Y si quieres disfrutarlos y vivirlos a tope, nada como arrimarse a nuestra Peña, La Mutilzarra (…un poco de autobombo, por favor).

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